Combátanse sin tregua y sin descuido los caprichos de los niños
Joaquín Costa (Monzón, 14 de septiembre de 1846-Graus, 8 de febrero de 1911) fue un político, jurista, economista e historiador español, el mayor representante del movimiento intelectual conocido como regeneracionismo. En el año 1870, en su libro “Maestro, escuela y patria (Notas pedagógicas)”, reflexionaba sobre la educación de los hijos.
El que sabe conocerse y dominarse, ese sólo es y será feliz, porque nuestros pesares, nuestras desgracias provienen casi siempre de nuestro orgullo o de nuestros deseos. Aprendiendo el niño a resistir todos sus caprichos, aprende al mismo tiempo a resistir los grandes contratiempos que habrá de sufrir cuando sea hombre. Las pequeñas contrariedades fortalecerán su alma, como las suaves brisas fortalecen los tallos de la mies.
Los niños son dóciles por naturaleza, porque tienen el instinto de su debilidad; pero si una vez se transige con alguna de sus exigencias, queda en el momento abierta la puerta a los abusos, y principia esa larga serie de condescendencias y de malos humores, esa balumba de licencias y contradichos, ese juego interminable, de tira y afloja sin plan y sin concierto, que forman el tormento de los padres y desnaturalizan y malean el carácter de los niños. Se hace aparecer a los niños en el mundo con los ojos vendados.
Principiando la batalla desde el primer día, sería de muy corta duración, porque el hábito de ser bueno se arraiga tan pronto como el de ser malo en el tierno corazón de los niños. Esto no querrá creerse, ni por consiguiente ensayarse, porque se piensa que los niños nacen incorregibles; pero después viene el mundo a darles las lecciones que les negaron sus padres, y ¡ay! cada una de estas lecciones es un desengaño cruel que marchita hoja por hoja la flor del corazón. El amor irracional de los padres pierde a la mitad del género humano y hace desdichada a la otra mitad.
Hay padres que no saben resistir a las lágrimas de sus pequeñuelos, siquiera sean lágrimas de rabia; pero debieran acordarse que dejándolas correr en el momento presente, enjugaban las que habrán de derramar más tarde, cuando conozcan mejor las amarguras de la vida. No quieren acordarse de esto; dan por sentado que sus hijos han de ser felices, que la desgracia no ha de acordarse de ellos, que las circunstancias y los tiempos se han de conjurar para estar prontos al menor de sus deseos. Así, unos por miedo a las lágrimas, otros por debilidad y todos por falta de discurso, se hacen esclavos de sus hijos, y hacen a estos esclavos de la fatalidad de las pasiones.
Se creería que con este sistema se desterraba del hogar el amor filial; pero lejos de eso, se arraiga más profundamente: algunos de los que lean esto me darán la razón. También podría creerse que a puro de tirar la cuerda se llegaría a romper el arco, esto es, que el espíritu se desarrollaría amilanado, tímido, falto de iniciativa, indiferente a todo; pero la razón y la experiencia quieren que sea lo contrario. El arco no se dobla siempre, sino que en pocos días adquiere elasticidad bastante para abrirse y cerrarse sin esfuerzo y sin quebranto. Además, nuestro sistema de educación no es el temor organizado, ni la severidad, gruñona; es el beso dado como recompensa de la obediencia; es el corazón inteligente dirigiendo al corazón sensible; es el buen labrador arrancando del campo la cizaña; es el abrazo íntimo de quien puede exclamar: "he dado un individuo a la especie y una satisfacción a mi cariño; ahora daré un buen ciudadano a la humanidad, y a ese ciudadano un alma fuerte".