De la educación de los hijos
Michel de Montaigne (1533-1592) filósofo, escritor, humanista y moralista francés del Renacimiento, creó en sus Ensayos el género literario conocido con tal nombre en la Edad Moderna. El siguiente fragmento pertenece al capítulo XXV del Libro I.
Pareciera que aprender no consiste sino en repetir lo que se nos ha dicho; querría yo que el maestro se sirviera de otro procedimiento, y que desde luego, según el alcance espiritual del discípulo, comenzase a mostrar ante sus ojos el exterior de las cosas, haciéndoselas gustar, escoger y discernir por sí mismo, ir preparándole el camino,
ya dejándole en libertad de buscarlo. Tampoco quiero que el maestro invente ni sea sólo el que hable; es necesario que oiga a su educando hablar a su vez. Sócrates, y más tarde Arcesilao, hacían primeramente expresarse a sus discípulos, y luego hablaban ellos.
Que el maestro no se limite a preguntar al discípulo las palabras de la lección, sino más bien el sentido y la sustancia; que informe del provecho que ha sacado, no por la memoria del alumno, sino por su conducta. Conviene que lo aprendido por el niño lo explique éste de cien maneras diferentes y que lo acomode otros tantos casos para que de este modo pueda verse si recibió bien la enseñanza y la hizo suya, juzgando de sus adelantos según el método pedagógico seguido por Sócrates en los diálogos de Platón. Es signo de crudeza e indigestión el arrojar la carne tal como se ha comido; el estómago no hizo su operación si no transforma la sustancia y la forma de lo que se le diera para nutrirlo.
Debe el maestro acostumbrar al discípulo a pasar por el tamiz todas las ideas que le trasmita y hacer de modo que su cabeza no dé albergue a nada por la simple autoridad y crédito. Los principios de Aristóteles, como los de los estoicos o de los epicúreos, no deben ser para él doctrina incontrovertible; propóngasele semejante diversidad de juicios, él escogerá si puede, y si no, permanecerá en la duda:
Che non men che saver, dubbiar m'aggrata
El fruto de nuestro trabajo debe consistir en transformar al alumno en mejor y más prudente. Decía Epicarmes que el entendimiento que ve y escucha es el que de todo aprovecha, dispone de todo, obra, domina y reina; todo lo demás no son sino cosas ciegas, sordas y sin alma. Voluntariamente convertimos el entendimiento en cobarde y servil por no dejarle la libertad que le pertenece.
Son introducidas las ideas en nuestra memoria con la fuerza de una flecha penetrante, como oráculos en que las letras y las sílabas constituyen la sustancia de la cosa. Saber de memoria, no es saber, es sólo retener lo que se ha dado en guarda a la memoria. De aquello que se conoce rectamente se dispone en todo momento sin mirar el patrón o modelo, sin volver la vista hacia el libro. Pobre capacidad la que se saca únicamente de los libros. Transijo con que sirva de ornamento, nunca de fundamento, y ya Platón decía que la firmeza, la fe y la sinceridad constituyen la verdadera filosofía; las ciencias cuya misión es otra, y cuyo fin es distinto, no son más que puro artificio.
Por esta razón es el comercio de los hombres maravillosamente adecuado al desarrollo del entendimiento, igualmente que la visita a países extranjeros, no para aprender solamente, como hace la nobleza francesa, los pasos que mide Santa Rotonda o la riqueza de los pantalones de la señora Livia; otros nos refieren cómo la cara de Nerón, conservada en alguna vieja ruina, es más larga o más ancha que la de otra medalla de la misma época. Todas éstas son cosas bien baladíes; se debe viajar para conocer el espíritu de los países que se recorren y sus costumbres y para frotar y limar nuestro cerebro con el de los demás. Yo quisiera que los viajes empezaran desde la infancia, y en primer término, para matar así de un tiro dos pájaros, por las naciones vecinas, en donde la lengua difiera más de la nuestra. Es indispensable conocer las lenguas vivas desde muy niño, de lo contrario, los idiomas no se pliegan luego a la pronunciación.
De igual modo es opinión de todos recibida, que no es conveniente educar a los hijos en el regazo de sus padres; el amor de éstos los enternece demasiado y hace flojos hasta a los más prudentes. No son los padres capaces ni de castigar sus faltas.
Se acostumbrará al niño a que no haga alarde de su saber cuando lo haya adquirido; a huir de las maneras pedantescas y de la pueril ambición de querer aparecer a los ojos de los demás como más sutil de lo que es, y cual si fuera mercancía de difícil colocación no pretenda sacar partido de tales críticas y reparos. Debe hacerse de modo que sea escrupuloso en la elección de argumentos, al par que amante de la concisión y la brevedad en toda discusión; debe acostumbrársele sobre todo a entregarse y a deponer las armas ante la verdad, luego que la advierta, ya nazca de las palabras de su adversario, ya surja de sus propios argumentos.
Que la virtud y la honradez resalten en sus palabras, y que éstas vayan siempre encaminadas a la razón. Persuádasele de que la declaración del error que encuentre en sus propios razonamientos, aunque sea él solo quien lo advierta, es clara muestra de sinceridad y de buen juicio, cualidades a que debe siempre tender, pues la testarudez y el desmedido deseo de sustentar las propias aserciones son patrimonio de los espíritus bajos, mientras que el volver sobre su aviso corregirse, apartarse del error en el calor mismo de la discusión, arguye cualidades muy principales, al par que un espíritu elevado y filosófico.
La frecuentación del mundo y el trato de los hombres procuran clarividencia de juicio; vivimos como encerrados en nosotros mismos; nuestra vista no alcanza más allá de nuestras narices. Preguntado Sócrates por su patria, no respondió soy de Atenas, sino soy del mundo. Como tenía la imaginación amplia y comprensiva, abrazaba el universo cual su natal, extendiendo su conocimiento, sociedad y afecciones a todo el género humano, no como nosotros que sólo extendemos la mirada a lo que cae bajo nuestro dominio.